Su cabeza se encontraba a escasos centímetros de impactar contra el lienzo.
Después de la lluvia de golpes que había aguantado, después de los muchos golpes que ella había dado, estaba a punto de dar a la lona el más amargo de los besos, el más odiado por las luchadoras.
Ni siquiera notó el golpe. Cuando has recibido tantos, pierdes toda sensibilidad.
Sin embargo sentía un gran dolor que nada tenía que ver con lo físico, y amenazaba con paralizarla por completo.
Nunca se le había dado bien aceptar la derrota. Su vida era el boxeo, lo había sacrificado todo por entrar en este mundo, y lo seguia sacrificando día a día.
No se trataba del esfuerzo, del cansancio o la dedicación (pues tenía de sobra):
su dolor provenía de lo que supone ser una mujer en un mundo de hombres.
Y este dolor, peor que el más fuerte y certero de los ganchos, se estaba haciendo con su mente.
Todo esto caviló la boxeadora en cuestión de milésimas, y el árbitro comenzo a contar.
Uno
(Cuando en el colegio la llamaban marimacho)
Dos
(Cuando se reían de ella por ser más grande que los chicos)
Tres
(Cuando su madre le decía que fuera más femenina)
Cuatro
(Cuando lo dejó todo por dedicarse a lo que amaba, pero nadie la apoyó)
Cinco
(Cuando tuvo que abandonar su casa, porque papá no aceptaría en su techo a una mujer que fuera capaz de tumbarle de un solo golpe)
Seis
(Cuando le advirtieron que cobraría menos que cualquier hombre)
Siete
(Cuando el hambre no le permitía dormir por las noches)
Ocho
(Cuando le demostró al entrenador y a todo el gimnasio que podía vencer a cualquiera)
Y el árbitro no contó más.
Como tirada por un resorte se colocó de nuevo en pie, volviendo loco al público.
No iba a dejarse ganar a estas alturas. Demostraría a la gente que gritaba desde las gradas quién era.
Su rival, maltrecha, no esperaba que volviera de entre los muertos, y menos con semejante ímpetu, cosa que aprovechó; un jab de izquierda y un gancho con su potente derecha pusieron fin al combate.
El árbitro no necesitó contar, era un KO de libro. Y ella no podía creerlo, lo había hecho; era su noche.
Se anunció su victoria, el colegiado agarró su brazo y lo alzó en el aire. Nunca había sido tan feliz.
Pero algo marchaba mal; el público no la quería más, comenzaron los abucheos y los pitidos. Pronto comprendió el por qué: querían el show principal, el combate estelar. Querían ver a los hombres.
La boxeadora se retiró a los vestuarios. Ya no sentía ni padecía. Se duchó, recogió su mochila y se largó del recinto.
Puede que hubiera ganado. Puede que no pasara hambre durante el próximo mes.
Pero pese a haber salido victoriosa, una lágrima (y solo una) resbaló por su mejilla.
Había ganado esta noche, pero siempre perdería en el mundo de los hombres.