martes, 3 de octubre de 2023

¿Qué tocará?

No sé cuantas vidas he vivido ya, y cuantas me quedarán por vivir.

Cuales fueron más reales, cuales lo fueron menos.

Tampoco sé si la mascara de mañana me quedará mejor que la que llevo hoy.

Si cuando me despierte tocará reír o llorar. Eso con suerte; si no he dormido, no tengo de qué despertarme.

¿Seré capaz hoy de contar mis bendiciones o solo mis desgracias?

¿Me sentiré feliz en la derrota o triste con lo que he ganado?

¿Qué reflejo me devolverá la mirada en el espejo? ¿Me atreveré a mirarme siquiera?

¿En qué Dios creeré hoy?

¿Payaso o insustancial?

¿Euforia o disforia?

¿Héctor o Aquiles?

¿Bufón o tipo serio?

¿Dormiré o pasaré la noche en vela?

Algunos días lo encuentro muy gracioso. Otros días me hunde en la miseria.

Nunca puedo estar en medio.

Y al final, lo único que sé, es que no sé qué tocará hoy. 

domingo, 17 de septiembre de 2023

Un viejo amigo

Todas las noches, cuando me acuesto, me encuentro con un viejo amigo.

Cuando era niño, era muy pequeño. Pero cada día es más grande. Me encargo yo de cuidarlo, como si de una mascota se tratase. Creo que se aprovecha de mí, porque yo podría vivir sin él, pero él sin mí…

Cada noche le cuento algo de mi vida. Las cosas que hago. Las que me he dejado por hacer. Las que quiero hacer y las que nunca llegaré a hacer. Él no dice nada, simplemente se queda callado, escuchando. Actúa como si me hiciera un favor, pero no estoy muy seguro.

El caso es que ya no me llevo muy bien con él. Siempre le doy algo, pero él nunca me da nada a mí. Por si fuera poco, cuanto más grande es lo que le doy de mí, crece más, y más de mí me pide. Y ¿Qué me da a cambio?

Nada. Solo pide más.

De todos modos, todo esto resulta bastante paradójico para mí ¿Cómo puedes atiborrar algo sin cesar, pero no conseguir llenarlo nunca? Que yo sepa, cuando metes cosas en una habitación, por ejemplo, esta se hace más pequeña, no más grande. 

Últimamente está más hambriento que nunca. Así que una noche me planté, y le dije que me diera algo a cambio. Que, al menos, me dijera quién era.

Me respondió que era El Vacío. Vacío, nada menos. Antes de que volviera a callarse para siempre, le pregunté si pensaba estar satisfecho en algún momento. Si algún día cogería la puerta y se iría.

Él se limitó a mirarme y me respondió, dando por zanjada la conversación; “¿Quién sabe? Prueba a seguir alimentándome, y ya veremos”

sábado, 10 de diciembre de 2022

Kafka y la muñeca

Hace unas semanas, mi familia estuvo de vacaciones en Praga. Me trajeron una preciosa postal de Kafka, que me hizo recordar una historia sobre el autor que nada tiene que ver con su obra literaria, pero que es igual de buena.

Poco antes de morir, andaba el escritor dando un paseo por un parque de Berlín. Se encontró con una niña que le pidió ayuda, ya que había perdido a su muñeca. Por mucho que se esforzaron en encontrarla, no apareció por ninguna parte, y la pequeña no pudo hacer más que llorar, desconsolada.

Fue en ese momento cuando el autor de “La Metamorfosis” tuvo una genial idea. Le dijo a la pequeña que su muñeca no se había perdido, sino que se había ido de viaje y que él, casualmente, era un cartero especializado en entregar correspondencias de muñecas.

La niña no dio mucho crédito al principio, pero ambos se vieron en el mismo parque todas las semanas, y el escritor le entregaba siempre una carta, en la que la muñeca relataba las increíbles aventuras que estaba viviendo alrededor del mundo. La joven era incluso más feliz que cuando tenía a la muñeca consigo.

Kafka puso en este cometido todo su empeño. Su propia pareja (que avaló esta historia como verídica) dijo que para él fue tan importante como escribir sus libros.

Es aquí donde la historia toma dos caminos, y no se sabe cuál es el verdadero. Me limitaré a contarlos, y que cada uno decida cuál es su final favorito.

Kafka apareció una mañana con una muñeca nueva. La niña, al verla, dijo que no era la suya. Sin embargo, ésta llevaba una última carta consigo que rezaba:

“Querida amiga, mis viajes me han cambiado”

La niña se sintió así satisfecha, y fue muy feliz con el reencuentro. Dicen que, pasados unos años, muerto ya el escritor, la joven encontró una pequeña nota dentro de las vestiduras de la muñeca, en la que ponía lo siguiente:

“Es probable que pierdas cada cosa que amas, pero al final, el amor volverá de una forma diferente“.

Esta es la primera historia. La segunda, por desgracia, es mucho más escueta: Kafka le entregó una última carta a la niña, en la que la muñeca le decía que se había casado, que tenía pensado formar una familia, y que siempre la querría y recordaría. Era el momento de decir adiós, ya que todas las historias, por buenas que sean, deben tener un final.

 

 

 

miércoles, 26 de octubre de 2022

Paquete con sorpresa


Llevaba tiempo queriendo comprar unos guantes de boxeo nuevos. Los que compro en España siempre acaban hechos trizas en un par de meses. Así que pensé en darme un capricho, y comprar lo mejor de lo mejor; encargué unos guantes profesionales, hechos en México. Fueron baratos, teniendo en cuenta la calidad del producto.

Sin embargo, soy un poco ansioso, y no pude evitar estar constantemente revisando el estado del envio. Cosas del siglo XXI, poder saber en todo momento en qué parte del mundo se encuentra un pequeño paquete, en tiempo real.

Ocurrió algo extraño. El paquete desapareció del mapa durante varios días. Pasó de estar en Veracruz a estar ilocalizable. Pasados tres días, cuando estaba a punto de perder la paciencia, me llamó la empresa encargada del reparto, disculpándose por el error y la demora y ofreciéndose a pagar ellos el coste del envío. El pequeño enfado se me pasó enseguida y me mostré agradecido, pues no os podéis imaginar cuánto puede llegar a costar un envío intercontinental.

Una semana después, el paquete estaba en mi casa. Lo llevé a mi dormitorio y lo abrí, ansioso. La espera había valido la pena: eran unos preciosos guantes de catorce onzas, de cordón y con un estampado de camuflaje verde militar. Revisé el resto de la caja, en busca de algún albarán o factura, pero no había nada así. Lo que sí encontré fue, en una esquina, un pequeño tubo sin tapa, parecido a esos que utilizan para guardar muestras de sangre, pero algo más grande. Dentro encontré restos de… ¿Telarañas? No estaba muy seguro. No sabía a ciencia cierta lo que tenía en mi mano, así que lo tiré junto al resto de cartones y lo deseché de mi mente. Era hora de probarse los guantes.

Tal y como imaginé, me venían perfectos. El peso, la comodidad, lo bien que se ceñían a mi mano… eran perfectos. Una buena compra, sin duda.

La satisfacción del momento se vio dolorosamente frustrada cuando sentí un intensó dolor en una mano, como el de un pinchazo. Me quité los guantes tan rápido como pude y miré mi dolorida mano izquierda. Tenía la palma hinchada, con un pequeño y perfecto orificio en el centro. Entre el ardor y el dolor del momento, solo pude compararlo con el cráter de un volcán. Cuando toqué la herida, brotó un poco de sangre con un ligero tono verde.

Pero el asco que sentí al ver la herida no fue nada en comparación con el que sentí al ver lo que había en el guante izquierdo. Una especie de araña de cuatro patas, con un abultado abdomen y totalmente gris, del tamaño de una moneda de dos euros, salió tranquilamente de la abertura. Puede que fuera por la tensión del momento, pero juraría que se quedo ahí parada, mirándome. Evaluándome.

En cuestión de un segundo, pasó de la absoluta calma a salir disparada hacia la estantería, a una velocidad que a penas pude captar.

Estaba muy asustado y asqueado como para reaccionar. Los insectos en general me causan repulsión, pero las arañas me producen terror. Náuseas.

Y eso es justamente lo que empecé a sentir. Empecé a marearme y fui corriendo al lavabo, a vomitar. Cuando terminé era un manojo de nervios y estaba terriblemente cansado. Tanto, que sentí que el sueño iba a dominarme en cualquier momento.

Presa del pánico, intenté alejarme lo máximo posible de mi dormitorio y encerrarme en el salón. No quería estar a merced de la extraña araña de cuatro patas. Pero no lo conseguí. Me quedé tirado en el pasillo. Lo último que sentí fue el frío suelo contra mi mejilla.

***

Cuando desperté, era noche cerrada. Concretamente, las cuatro de la mañana, según mi reloj. La mano me dolía horrores y la cabeza estaba a punto de estallarme. Me levanté como pude, fui al lavabo y de nuevo, vomité. Al mirarme al espejo, mi horror no hizo más que aumentar: tenía una nueva picadura en la frente. Era asquerosa. De nuevo, manó la sangre con tonalidad verde, fluyendo hasta el mentón.

Sentía un inexplicable miedo. Estaba indefenso. Aterrado. Fui al salón y me encerré allí. Me quedé despierto hasta el amanecer, mirando cada esquina, intuyendo insectos en cada sombra, amenazas con formas extrañas en la oscuridad.

Llamé al trabajo para decir que no podía ir. Que tenía un virus estomacal. No pusieron pegas, pero aquello no me reconfortó. Había un intruso en mi casa. Un pequeño (y aterrador) inquilino indeseado. Me armé de valor y revisé la casa de arriba abajo, empezando por mi dormitorio, en busca de ese ser grisáceo. Pero no tuve éxito alguno. Desmonté cada balda, lancé al suelo cada libro, no dejé armario en pie. Todo fue en vano.

Sin embargo, sentía que eso seguía correteando por ahí. Vigilándome desde alguna recóndita esquina con sus muchos ojos, lista para seguir alimentándose de mí, ya que tuve claro que ese era su objetivo.

Rocié toda la casa de spray mata insectos, hasta el punto en el que ya no podía respirar. Finalmente, tras horas y horas de duro esfuerzo, sin ni siquiera atreverme a comer, cometí el error de dormirme en el sofá del salón. Unas horas después, desperté en peor estado que cuando me acosté, y con la terrible certeza de que una nueva picadura deformaba mi cuerpo. De hecho, fueron dos: una encima del ombligo y otra en el hombro derecho. El resto de picaduras seguían creciendo e infectándose. Pensé en ir a urgencias de inmediato, pero tomé una necesaria resolución, que pondría fin al asunto.

Llamé a una empresa especialista en control de plagas. Les conté mi problema por el teléfono. Me dio la sensación de que se reían de mí, pero me daba igual. Necesitaba acabar con aquello.

Cuando llegaron les di las llaves de casa y me marché, con la promesa de que al día siguiente podría volver.

Esa noche volví a dormir como un bebé, en un decente hotel cercano a casa. Sin embargo, el aspecto de las picaduras no dejaba de empeorar.

***

Cuando regresé a casa, el olor era nauseabundo, pero me aseguraron que ya podía entrar. Pagué en efectivo y aquellos tipos se marcharon, mirando mis heridas. Tenían peor aspecto que nunca. Me ardían y me picaban al mismo tiempo. Iría al médico, pero primero debía asegurarme de que eso estaba muerto.

Mis plegarias fueron escuchadas. Como si de un regalo se tratase, la araña de cuatro patas estaba boca arriba en la mesa de mi escritorio, en un rictus que claramente indicaba que estaba muerta y bien muerta. Era lo más asqueroso que había visto en mi vida. Ese color gris apagado, las cuatro largas patas en lugar de las ocho que las arañas suelen tener, el delgado abdomen…

En ese momento saltaron mis alarmas. Cuando vi la araña por primera vez, tenía el abdomen horriblemente hinchado. Ahora era delgado, como si estuviera vacío. En mi cabeza, ideas terribles comenzaron a formarse. Era el momento de ir a urgencias. Debí haber ido desde el principio.

Pero no tuve tiempo de llegar a la puerta. De las picaduras comenzó a manar el líquido verde, pero esta vez acompañado de pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas cuatro patas. El dolor era indescriptible, pero no tanto como la locura que brotó en mí. De mis pulmones surgió el grito más desgarrador que nunca nadie había escuchado, y acto seguido, me desmallé.

***

Desde aquel día, vivo relativamente tranquilo en una institución de salud mental. Me tratan muy bien, y las pastillas me relajan de una manera que no podría conseguir sin su consumo. Pero el picor sigue estando ahí. Recorriendo toda mi piel. Me hago heridas constantemente, rascándome, pensando que siguen dentro de mí. Los especialistas me dicen que no piense en ello. Pero no puedo evitarlo.

Cuando me llevaron al hospital, nadie encontró el rastro de las pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas cuatro patas…

domingo, 9 de octubre de 2022

La Esfinge y el viajero

El viajero alcanzó, por fin, la esfinge de Guiza. 
El sol (O Rá, según se mire) atacaba sin clemencia su cabeza. Estaba mareado, fatigado hasta decir basta, y con una arcada asomando por su garganta. Pero ya daba igual. No en vano, había recorrido medio mundo en busca de respuestas. 
Pidió respuestas al dios de los cristianos bautizándose en río Jordán. No le dio ninguna. Cuando golpeó su cabeza en el muro de las lamentaciones, por si el dios era más judío que cristiano, siguió sin decir nada.
También buscó el conocimiento la Meca, pero pese a hacerse pasar por creyente para poder entrar y dar siete vueltas alrededor de la Kaaba, el dios musulmán no respondió.
Tampoco lo hizo el Dalai Lama cuando visitó Nepal. En realidad, ni siquiera le atendió, como cualquiera habría podido predecir.
Pero no él. Él era el viajero. Y tenía que saber. Necesitaba saber. 
Estuvo un tiempo vagando sin rumbo por el globo, hasta que pensó que tal vez fueran los dioses antiguos los que tuvieran las respuestas.
Y ahí estaba. Ante el guardián de las grandes pirámides.
¿Respondería a sus preguntas? 
Solo había una forma de saberlo.
-¡Gran esfinge! -exclamó- Necesito respuestas. He viajado mucho para conseguirlas, y no pienso detenerme hasta saber ¿Responderás tú mis preguntas? 
Tras unos instantes de silencio, el día se convirtió en la noche. El sol desapareció, y otras estrellas ocuparon su lugar en el firmamento. Todas tenían un brillo nunca antes visto por el viajero. También bajaron las temperaturas de golpe, haciendo que el aire que expiraba se convirtiera en pequeñas nubes blancas. Todo quedó en silencio, todo dejó de moverse. Incluso el viajero, aterrorizado, pensó que su propio corazón se había detenido.
Cuando la esfinge habló, se dio cuenta de su error, pues sus latidos comenzaron a golpear su pecho como un martillo, tratando de escapar de su pecho.
-¿Quién eres? -preguntó la esfinge, con una voz de ultratumba que parecía salir de todas partes y a la vez, de ninguna- ¿Osas distraerme de mi vigilancia de Egipto? Todas estas tierras están bajo mi protección desde hace más de cuatro mil años. Tú no eres más que un simple suspiro en ellos. Así que habla, suspiro, ya que he de continuar con mi cometido.
-Solo quiero respuestas -dijo el viajero, cuando fue capaz de articular palabra-. Quiero conocimiento. Eso es todo.
-¡Solo eso! -exclamó la terrible bestia con cabeza humana- ¿Sabes cuántos grandes hombres y mujeres vinieron por aquí pidiendo lo mismo? 
"Cuando todavía no era más que un chiquillo, Tutmosis me desenterró a cambio de lo que tu pides.
El mismísimo Alejandro Magno vino a por lo mismo, mostrando la belleza de un dios y la inteligencia del más sabio de los ancianos.
Julio César se paseó ante mí poco antes convertirse en el hombre más poderoso del Imperio, cosa que consiguió gracias a mí.
Hasta Napoleón, delante de todas sus tropas, me alabó. Fui yo quien le dijo que durmiera en la pirámide de Keops si quería conocer los secretos para los que solo yo tengo respuesta.
Pero ¿tú? No eres nadie. No eres un gran hombre. Tu mente no sería capaz de soportar La Verdad".
-¡No me importa! -respondió el viajero, con la rabia que tantos años de periplo habían acumulado en su cuerpo- ¡He venido a por respuestas, y no me iré sin ellas!
Entonces la esfinge guardó silencio. El propio viajero sintió como estaba valorando una respuesta.
-Sea pues -respondió la esfinge-. Tuyo será el conocimiento. Pero jamás podrá decir tu boca ni nadie bajo el firmamento, que no fuiste prevenido...
Entonces la esfinge habló, pero sin hablar. Contó, pero sin contar nada. Se expresó en un idioma que nadie jamás usó en la faz de la tierra.
Pero el viajero supo entenderlo.
El día regresó. La vida volvió a la tierra de los faraones.
Más no regresó al cuerpo del viajero.
Cuando el equipo médico recogió su cuerpo, no tuvieron duda de que el fallecimiento fue a causa de un golpe de calor.
-Lo decimos una y mil veces -contaba el médico que certificó su muerte-. Hay que tener cuidado con el calor, sobretodo en esta zona. Lo siento mucho por este hombre, pero estoy seguro de que nadie podrá decir que no fue prevenido...


jueves, 8 de septiembre de 2022

El último caso del detective

Cuando estoy con los pocos amigos que me quedan, la conversación siempre gira entorno a lo divertido que es mi trabajo. La acción, las detenciones, las situaciones de película que ellos creen que vivo. Yo no paro de decirles que cada vez me siento más solo, más aislado, más fuera de mí que nunca. Pero ellos siguen a la suya. “Llevar placa y pistola está guapísimo, tío”, repiten, como loros. Unas copas después, dejo de responder. No hay manera de hacerles entrar en razón. No hay forma de que vean el mundo a través de mis ojos, de que sientan el insomnio, la soledad, la presión y la falta de compañía. Ellos tienen sus familias, sus brillantes carreras, o si no es al caso, al menos pueden ver los partidos todos los domingos. Yo no tengo tiempo para eso. Y aunque lo tuviera, no sería capaz de concentrarme. Ni siquiera puedo centrarme ahora, mientras subo los últimos escalones que me separan de mi presa.

De hecho, últimamente solo puedo centrarme en la sangre. Creo que he visto más sangre en las últimas semanas que un cirujano. Que no os engañen, la sangre no es siempre igual en todos los casos. He visto tantas tonalidades de rojo que podría estar horas describiéndolas, y no sería suficiente.

Es fascinante, la sangre. Dicen que una sola gota puede recorrer el organismo entero en cosa de veinte segundos. En el departamento llevamos semanas persiguiendo a un tipo al que yo mismo bauticé como “Drenador”. No fue muy ingenioso por mi parte, la verdad, pero sí fue conciso. El tipo se dedicaba a dejar a sus víctimas sin una pizca de sangre. Yo mismo había resuelto cómo lo conseguía: ponía a sus víctimas boca abajo, colgadas del techo, y les rajaba la yugular con precisión de relojero. El corte justo, sin chapuzas. El tipo, además, no seguía el patrón del resto de asesinos en serie. No avisaba, no dejaba pistas, ni tampoco la típica nota con un acertijo que el héroe debía resolver. Nada. Nosotros nos enterábamos cuando alguna pobre señora mayor nos daba el aviso, diciendo que de la puerta de tal vecino emanaba un olor nauseabundo. El resto ya lo podéis imaginar: puerta abajo y ¡sorpresa! un cuerpo seco como la mojama, con un último vestigio de sangre coagulada en un pequeño punto del cuello y una enorme cuba de vino debajo, llena de algo que, evidentemente, no era vino. Y estaban siempre llenas. Como decía, el tema de la sangre es interesante. En nuestro cuerpo podemos albergar entre cuatro y cinco litros de sangre. A veces pienso que no somos más que meros recipientes de ese líquido tan especial.

Vampiros, dijeron algunos de mis compañeros, bromeando. Qué falta de respeto. Hace falta más profesionalidad en el cuerpo de policía. Pero ya estoy yo para aportarla.

Es curioso como, mientras estoy a punto de hacer justicia, mi mente no deja de abandonar mi cuerpo y no deja de pensar en esas chorradas. La sangre, la maldita sangre, bombeando mis sienes… yo mismo debo estar rojo en estos momentos. Pero estoy a punto de conseguirlo, sé que detrás de esa puerta hallaré las respuestas. Encontré un patrón en los asesinatos, pistas que nadie más que yo, el patético detective, supo ver. Fuí egoísta y no quise compartirlas. Pero aquí estoy, a punto de conocer al Drenador. No puedo mentir, guardo cierto respeto a ese tipo. Hacer lo que él hace y que nadie lo valore…

Alargo mi brazo, giro el picaporte, y la puerta está abierta. Debería sorprenderme, pero no lo hago. Solo quiero terminar con esto.

Estoy en una gran habitación vacía, a excepción de algunos elementos: un gran espejo a mi izquierda, en el que me veo reflejado y a la derecha, al fondo, un cuerpo colgando de una viga, con una cuba debajo. Puede que haya llegado a tiempo y ese pobre desgraciado siga con vida. Cuando me aproximo, veo que así es, ya que comienza a agitarse como un loco ante mi presencia.

Antes de hacer nada, vuelvo sobre mis pasos. Miro por el pasillo. No se ve ni se escucha un alma. Cierro la puerta con renovada tranquilidad y me miro al espejo, sintiéndome yo de nuevo. Mi mente ya no está en otro lugar, está justo donde tiene que estar. Ya no soy un detective de pacotilla: soy algo más. Me quito la chaqueta, me arremango la camisa, y extraigo un pequeño pero afilado bisturí de una funda guardada en mi bolsillo. Me pongo al lado del hombre colgado del techo, que vuelve a agitarse sin remedio. Le agarro la cabeza con cariño y firmeza al mismo tiempo. Espero que sepa valorar la profesionalidad de todo este proceso.

Como os decía, la sangre es algo fascinante.

 

domingo, 7 de agosto de 2022

Entre las páginas

No recuerdo cuando ocurrió. No sé cuando empezó.

Pero me perdí entre las páginas

¿Fue cuándo te escribí aquellas cartas?

¿Cuándo escribí aquellos relatos?

¿Fue con mi primera novela?

Sólo se que pasó.

Me perdí entre las páginas. Creé mi propio laberinto y me encerré dentro, como Dédalo.

Aún sigo perdido.

Perdido entre las novelas que nunca escribiré, los poemas que dejé a medias, las historias que nunca lo fueron. Tan sólo soy las cosas que no escribo.

Y aunque me vuelva loco, no puedo dejar de sonreir al pensarlo; cuánto más escribo, más me pierdo.

Puedo crear universos infinitos. 

Mundos perfectos. 

Historias que sean tal como yo quiero que sean.

Pero no soy feliz en ninguna de ellas. 

Soy extranjero en mi propia mente. No importa cuántas veces lo haga bien, los éxitos que coseche, porque sólo soy todo lo que no he conseguido.

Me perdí entre las páginas...

De nuevo, sonrio: al escribir esto, me he perdido aún más.