Llevaba tiempo queriendo comprar
unos guantes de boxeo nuevos. Los que compro en España siempre acaban hechos
trizas en un par de meses. Así que pensé en darme un capricho, y comprar lo
mejor de lo mejor; encargué unos guantes profesionales, hechos en México. Fueron
baratos, teniendo en cuenta la calidad del producto.
Sin embargo, soy un poco ansioso,
y no pude evitar estar constantemente revisando el estado del envio. Cosas del
siglo XXI, poder saber en todo momento en qué parte del mundo se encuentra un
pequeño paquete, en tiempo real.
Ocurrió algo extraño. El paquete
desapareció del mapa durante varios días. Pasó de estar en Veracruz a estar
ilocalizable. Pasados tres días, cuando estaba a punto de perder la paciencia,
me llamó la empresa encargada del reparto, disculpándose por el error y la
demora y ofreciéndose a pagar ellos el coste del envío. El pequeño enfado se me
pasó enseguida y me mostré agradecido, pues no os podéis imaginar cuánto puede
llegar a costar un envío intercontinental.
Una semana después, el paquete
estaba en mi casa. Lo llevé a mi dormitorio y lo abrí, ansioso. La espera había
valido la pena: eran unos preciosos guantes de catorce onzas, de cordón y con
un estampado de camuflaje verde militar. Revisé el resto de la caja, en busca
de algún albarán o factura, pero no había nada así. Lo que sí encontré fue, en una
esquina, un pequeño tubo sin tapa, parecido a esos que utilizan para guardar
muestras de sangre, pero algo más grande. Dentro encontré restos de…
¿Telarañas? No estaba muy seguro. No sabía a ciencia cierta lo que tenía en mi
mano, así que lo tiré junto al resto de cartones y lo deseché de mi mente. Era
hora de probarse los guantes.
Tal y como imaginé, me venían
perfectos. El peso, la comodidad, lo bien que se ceñían a mi mano… eran
perfectos. Una buena compra, sin duda.
La satisfacción del momento se vio
dolorosamente frustrada cuando sentí un intensó dolor en una mano, como el de
un pinchazo. Me quité los guantes tan rápido como pude y miré mi dolorida mano
izquierda. Tenía la palma hinchada, con un pequeño y perfecto orificio en el
centro. Entre el ardor y el dolor del momento, solo pude compararlo con el
cráter de un volcán. Cuando toqué la herida, brotó un poco de sangre con un
ligero tono verde.
Pero el asco que sentí al ver la
herida no fue nada en comparación con el que sentí al ver lo que había en el guante
izquierdo. Una especie de araña de cuatro patas, con un abultado abdomen y
totalmente gris, del tamaño de una moneda de dos euros, salió tranquilamente de
la abertura. Puede que fuera por la tensión del momento, pero juraría que se
quedo ahí parada, mirándome. Evaluándome.
En cuestión de un segundo, pasó de
la absoluta calma a salir disparada hacia la estantería, a una velocidad que a
penas pude captar.
Estaba muy asustado y asqueado
como para reaccionar. Los insectos en general me causan repulsión, pero las
arañas me producen terror. Náuseas.
Y eso es justamente lo que empecé
a sentir. Empecé a marearme y fui corriendo al lavabo, a vomitar. Cuando
terminé era un manojo de nervios y estaba terriblemente cansado. Tanto, que
sentí que el sueño iba a dominarme en cualquier momento.
Presa del pánico, intenté alejarme
lo máximo posible de mi dormitorio y encerrarme en el salón. No quería estar a
merced de la extraña araña de cuatro patas. Pero no lo conseguí. Me quedé
tirado en el pasillo. Lo último que sentí fue el frío suelo contra mi mejilla.
***
Cuando desperté, era noche
cerrada. Concretamente, las cuatro de la mañana, según mi reloj. La mano me
dolía horrores y la cabeza estaba a punto de estallarme. Me levanté como pude,
fui al lavabo y de nuevo, vomité. Al mirarme al espejo, mi horror no hizo más
que aumentar: tenía una nueva picadura en la frente. Era asquerosa. De nuevo,
manó la sangre con tonalidad verde, fluyendo hasta el mentón.
Sentía un inexplicable miedo.
Estaba indefenso. Aterrado. Fui al salón y me encerré allí. Me quedé despierto
hasta el amanecer, mirando cada esquina, intuyendo insectos en cada sombra,
amenazas con formas extrañas en la oscuridad.
Llamé al trabajo para decir que no
podía ir. Que tenía un virus estomacal. No pusieron pegas, pero aquello no me
reconfortó. Había un intruso en mi casa. Un pequeño (y aterrador) inquilino
indeseado. Me armé de valor y revisé la casa de arriba abajo, empezando por mi
dormitorio, en busca de ese ser grisáceo. Pero no tuve éxito alguno. Desmonté
cada balda, lancé al suelo cada libro, no dejé armario en pie. Todo fue en
vano.
Sin embargo, sentía que eso seguía
correteando por ahí. Vigilándome desde alguna recóndita esquina con sus muchos
ojos, lista para seguir alimentándose de mí, ya que tuve claro que ese era su
objetivo.
Rocié toda la casa de spray mata
insectos, hasta el punto en el que ya no podía respirar. Finalmente, tras horas
y horas de duro esfuerzo, sin ni siquiera atreverme a comer, cometí el error de
dormirme en el sofá del salón. Unas horas después, desperté en peor estado que
cuando me acosté, y con la terrible certeza de que una nueva picadura deformaba
mi cuerpo. De hecho, fueron dos: una encima del ombligo y otra en el hombro
derecho. El resto de picaduras seguían creciendo e infectándose. Pensé en ir a
urgencias de inmediato, pero tomé una necesaria resolución, que pondría fin al
asunto.
Llamé a una empresa especialista
en control de plagas. Les conté mi problema por el teléfono. Me dio la
sensación de que se reían de mí, pero me daba igual. Necesitaba acabar con
aquello.
Cuando llegaron les di las llaves
de casa y me marché, con la promesa de que al día siguiente podría volver.
Esa noche volví a dormir como un
bebé, en un decente hotel cercano a casa. Sin embargo, el aspecto de las
picaduras no dejaba de empeorar.
***
Cuando regresé a casa, el olor era
nauseabundo, pero me aseguraron que ya podía entrar. Pagué en efectivo y
aquellos tipos se marcharon, mirando mis heridas. Tenían peor aspecto que nunca.
Me ardían y me picaban al mismo tiempo. Iría al médico, pero primero debía
asegurarme de que eso estaba muerto.
Mis plegarias fueron escuchadas.
Como si de un regalo se tratase, la araña de cuatro patas estaba boca arriba en
la mesa de mi escritorio, en un rictus que claramente indicaba que estaba
muerta y bien muerta. Era lo más asqueroso que había visto en mi vida. Ese
color gris apagado, las cuatro largas patas en lugar de las ocho que las arañas
suelen tener, el delgado abdomen…
En ese momento saltaron mis
alarmas. Cuando vi la araña por primera vez, tenía el abdomen horriblemente
hinchado. Ahora era delgado, como si estuviera vacío. En mi cabeza, ideas
terribles comenzaron a formarse. Era el momento de ir a urgencias. Debí haber
ido desde el principio.
Pero no tuve tiempo de llegar a la
puerta. De las picaduras comenzó a manar el líquido verde, pero esta vez
acompañado de pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas cuatro patas. El dolor
era indescriptible, pero no tanto como la locura que brotó en mí. De mis
pulmones surgió el grito más desgarrador que nunca nadie había escuchado, y
acto seguido, me desmallé.
***
Desde aquel día, vivo relativamente
tranquilo en una institución de salud mental. Me tratan muy bien, y las
pastillas me relajan de una manera que no podría conseguir sin su consumo. Pero
el picor sigue estando ahí. Recorriendo toda mi piel. Me hago heridas
constantemente, rascándome, pensando que siguen dentro de mí. Los especialistas
me dicen que no piense en ello. Pero no puedo evitarlo.
Cuando me llevaron al hospital,
nadie encontró el rastro de las pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas
cuatro patas…