El primer pico se lo metió por
curiosidad. Siempre vas a encontrar a alguien que te lo justifique de mil
formas diferentes: Lo probé por mis amigos. Me metí porque lo hacía mi pareja.
Yo me metía coca y había fumado canutos toda la vida, pero quería probar algo
más fuerte. Ya sabes, eso de que unas cosas llevan a otras y tal y cual.
Pero ella no lo hizo por ninguno
de esos motivos. Ella simplemente lo hizo cuando se le presentó la ocasión, en
aquella fiesta de pijos a la que fue invitada de forma indirecta, acompañando a
una amiga. Desde luego, aquello fue algo digno de estudio: se metió su primera
dosis de heroína sin ni siquiera haber fumado un cigarro en su vida. Lo que se
dice pasar de cero a cien en unos segundos.
Así de valiente era ella, y así
dejó de serlo al mismo tiempo.
A decir verdad, fueron muchas las
cosas que dejó en el instante que el caballo entró en contacto con su torrente
sanguíneo. La dignidad fue la más notoria. A la primera invita la casa, pero el
resto se paga. Y no se paga barato, precisamente. Había terminado la carrera
hacía poco y no había trabajado todavía de lo suyo. El trabajo en el bar lo
perdió después de faltar varias veces por haberse dormido. No te imaginas lo
bien (y profundo) que te hace dormir un buen pico.
El primer nivel de dignidad se
perdió cuando empezó a robar a sus padres para pagarse la dosis. El segundo, cuando
empezó a robar a otras personas. El tercero, paradójicamente, se perdió cuando
encontró un trabajo remunerado. Si es que se le puede llamar trabajo remunerado
a hacer trabajitos asquerosos a tíos aún más asquerosos. Su vida se redujo a
una serie de momentos lúcidos que por algún motivo recordaba más que otros,
como aquella vomitona por la que casi muere asfixiada, la paliza de aquel hijo
de puta que no quiso pagarle tras follársela durante escasos treinta segundos,
las miradas de terror de aquel grupo de niños que, tras verla en el parque,
huyeron despavoridos… y otros periodos, mucho más largos y oscuros, que a penas
podía recordar. Tal vez era mejor así.
Lo que sí sentía y recordaba de
forma vívida eran las molestias. Los picores cuando llevaba mucho sin meterse.
Los sudores fríos. La tos continua y eterna que se había instalado en su pecho,
la respiración entrecortada, las flemas… también habían entrado a vivir en su
cuerpo otros seres vivos que de ningún modo eran bienvenidos, pero que no por
ello iban a marcharse. Había algunos en su pelo. Otros en su boca, anidando
cerca de sus dientes podridos. A veces quería rascarse hasta arrancárselos
todos, pero era más efectivo que se encargara de ellos, de forma temporal, una
dosis más. La verdad es que también había algunos de esos bichos en otras partes…
Pero ya te puedes hacer a la idea.
En alguna parte del proceso
(¿Cuántos años llevaba ya consumiendo?), se quedó preñada. Obviamente no dejó
de meterse durante el embarazo. Sería como pedir al sol que dejara de salir al
amanecer, pero sí que redujo un poco la marcha. No abortó. Y por algún motivo,
los servicios sociales no se hicieron cargo del crío al nacer. El sistema falla
a veces, supongo.
El bebé vino bien cargado (pese a
ser raquítico): llantos constantes, fiebre, diarrea, temblores… al fin y al
cabo, había salido como la mami.
De todos los males que la
aquejaban, el llanto del bebé era el peor. En la habitación de mala muerte en
la que estaban, no podía alejarlo para dejar de escucharlo. Y su olor… Era algo
hipócrita por su parte, ya que en muchas ocasiones ella olía peor, pero le
producía arcadas. Tenía que hallar la manera de callarlo. Los vecinos golpeaban
la pared constantemente y profería los más diversos insultos para demostrar que
ellos tampoco lo aguantaban. Parecía la habitación de un sanatorio mental de
los años sesenta.
Sin embargo, durante uno de sus
viajes tras inyectarse, encontró la solución a su problema. Había un pequeño
armario en el que no había reparado antes, en el que si metía al niño, a penas
se le podía escuchar. Era algo cruel, pero necesitaba descansar. Pero no le
dejó sin más, no era una inconsciente: le acomodó con una almohada y se aseguró
de que no se haría ningún daño estando dentro. Llegó a pensar que el bebé
podría dormirse ahí dentro. Después de pensarlo un poco, no le pareció una idea
tan cruel.
Durmió como nunca durante horas y
horas. Se despertó pronto por la mañana (cosa que no ocurría muy a menudo) y se
sintió descansada. Incluso tenía algo de apetito. Hacía mucho que no comía con
ganas, y se preguntó si tenía algo en el pequeño frigorífico del cuartucho en
el que vivía. Con un poco de suerte, habría algunos yogures o algo por el
estilo.
Pero cuando abrió el frigorífico, no
encontró yogures. Encontró un bulto del tamaño de un bebé, sobre la misma
almohada en la que había dejado a su hijo.
Las ganas de comer se convirtieron
en nauseas cuando se dio cuenta de lo que realmente hizo la noche anterior con
el bebé. Aquello no podía estar pasando. De todas las cosas malas que había
hecho en su vida, aquella era la peor con diferencia.
Volvió a la cama con la mirada
perdida, sin poder digerir nada de aquello. Pero no necesitaba hacerlo ¿Verdad?
Cogió la cuchara que siempre estaba sobre la mesilla al lado de su cama, su
mechero, e inició el ritual que tantas y tantas veces había realizado durante
los últimos años, con la esperanza de que aquello le hiciera olvidar, como
siempre lo hacía.
Podría pasarte a ti.