jueves, 8 de septiembre de 2022

El último caso del detective

Cuando estoy con los pocos amigos que me quedan, la conversación siempre gira entorno a lo divertido que es mi trabajo. La acción, las detenciones, las situaciones de película que ellos creen que vivo. Yo no paro de decirles que cada vez me siento más solo, más aislado, más fuera de mí que nunca. Pero ellos siguen a la suya. “Llevar placa y pistola está guapísimo, tío”, repiten, como loros. Unas copas después, dejo de responder. No hay manera de hacerles entrar en razón. No hay forma de que vean el mundo a través de mis ojos, de que sientan el insomnio, la soledad, la presión y la falta de compañía. Ellos tienen sus familias, sus brillantes carreras, o si no es al caso, al menos pueden ver los partidos todos los domingos. Yo no tengo tiempo para eso. Y aunque lo tuviera, no sería capaz de concentrarme. Ni siquiera puedo centrarme ahora, mientras subo los últimos escalones que me separan de mi presa.

De hecho, últimamente solo puedo centrarme en la sangre. Creo que he visto más sangre en las últimas semanas que un cirujano. Que no os engañen, la sangre no es siempre igual en todos los casos. He visto tantas tonalidades de rojo que podría estar horas describiéndolas, y no sería suficiente.

Es fascinante, la sangre. Dicen que una sola gota puede recorrer el organismo entero en cosa de veinte segundos. En el departamento llevamos semanas persiguiendo a un tipo al que yo mismo bauticé como “Drenador”. No fue muy ingenioso por mi parte, la verdad, pero sí fue conciso. El tipo se dedicaba a dejar a sus víctimas sin una pizca de sangre. Yo mismo había resuelto cómo lo conseguía: ponía a sus víctimas boca abajo, colgadas del techo, y les rajaba la yugular con precisión de relojero. El corte justo, sin chapuzas. El tipo, además, no seguía el patrón del resto de asesinos en serie. No avisaba, no dejaba pistas, ni tampoco la típica nota con un acertijo que el héroe debía resolver. Nada. Nosotros nos enterábamos cuando alguna pobre señora mayor nos daba el aviso, diciendo que de la puerta de tal vecino emanaba un olor nauseabundo. El resto ya lo podéis imaginar: puerta abajo y ¡sorpresa! un cuerpo seco como la mojama, con un último vestigio de sangre coagulada en un pequeño punto del cuello y una enorme cuba de vino debajo, llena de algo que, evidentemente, no era vino. Y estaban siempre llenas. Como decía, el tema de la sangre es interesante. En nuestro cuerpo podemos albergar entre cuatro y cinco litros de sangre. A veces pienso que no somos más que meros recipientes de ese líquido tan especial.

Vampiros, dijeron algunos de mis compañeros, bromeando. Qué falta de respeto. Hace falta más profesionalidad en el cuerpo de policía. Pero ya estoy yo para aportarla.

Es curioso como, mientras estoy a punto de hacer justicia, mi mente no deja de abandonar mi cuerpo y no deja de pensar en esas chorradas. La sangre, la maldita sangre, bombeando mis sienes… yo mismo debo estar rojo en estos momentos. Pero estoy a punto de conseguirlo, sé que detrás de esa puerta hallaré las respuestas. Encontré un patrón en los asesinatos, pistas que nadie más que yo, el patético detective, supo ver. Fuí egoísta y no quise compartirlas. Pero aquí estoy, a punto de conocer al Drenador. No puedo mentir, guardo cierto respeto a ese tipo. Hacer lo que él hace y que nadie lo valore…

Alargo mi brazo, giro el picaporte, y la puerta está abierta. Debería sorprenderme, pero no lo hago. Solo quiero terminar con esto.

Estoy en una gran habitación vacía, a excepción de algunos elementos: un gran espejo a mi izquierda, en el que me veo reflejado y a la derecha, al fondo, un cuerpo colgando de una viga, con una cuba debajo. Puede que haya llegado a tiempo y ese pobre desgraciado siga con vida. Cuando me aproximo, veo que así es, ya que comienza a agitarse como un loco ante mi presencia.

Antes de hacer nada, vuelvo sobre mis pasos. Miro por el pasillo. No se ve ni se escucha un alma. Cierro la puerta con renovada tranquilidad y me miro al espejo, sintiéndome yo de nuevo. Mi mente ya no está en otro lugar, está justo donde tiene que estar. Ya no soy un detective de pacotilla: soy algo más. Me quito la chaqueta, me arremango la camisa, y extraigo un pequeño pero afilado bisturí de una funda guardada en mi bolsillo. Me pongo al lado del hombre colgado del techo, que vuelve a agitarse sin remedio. Le agarro la cabeza con cariño y firmeza al mismo tiempo. Espero que sepa valorar la profesionalidad de todo este proceso.

Como os decía, la sangre es algo fascinante.