Cuando estoy con los pocos amigos que me quedan, la
conversación siempre gira entorno a lo divertido que es mi trabajo. La acción,
las detenciones, las situaciones de película que ellos creen que vivo. Yo no
paro de decirles que cada vez me siento más solo, más aislado, más fuera de mí
que nunca. Pero ellos siguen a la suya. “Llevar placa y pistola está guapísimo,
tío”, repiten, como loros. Unas copas después, dejo de responder. No hay manera
de hacerles entrar en razón. No hay forma de que vean el mundo a través de mis
ojos, de que sientan el insomnio, la soledad, la presión y la falta de
compañía. Ellos tienen sus familias, sus brillantes carreras, o si no es al
caso, al menos pueden ver los partidos todos los domingos. Yo no tengo tiempo
para eso. Y aunque lo tuviera, no sería capaz de concentrarme. Ni siquiera
puedo centrarme ahora, mientras subo los últimos escalones que me separan de mi
presa.
De hecho, últimamente solo puedo centrarme en la sangre.
Creo que he visto más sangre en las últimas semanas que un cirujano. Que no os
engañen, la sangre no es siempre igual en todos los casos. He visto tantas tonalidades
de rojo que podría estar horas describiéndolas, y no sería suficiente.
Es fascinante, la sangre. Dicen que una sola gota puede
recorrer el organismo entero en cosa de veinte segundos. En el departamento
llevamos semanas persiguiendo a un tipo al que yo mismo bauticé como “Drenador”.
No fue muy ingenioso por mi parte, la verdad, pero sí fue conciso. El tipo se
dedicaba a dejar a sus víctimas sin una pizca de sangre. Yo mismo había
resuelto cómo lo conseguía: ponía a sus víctimas boca abajo, colgadas del
techo, y les rajaba la yugular con precisión de relojero. El corte justo, sin chapuzas.
El tipo, además, no seguía el patrón del resto de asesinos en serie. No
avisaba, no dejaba pistas, ni tampoco la típica nota con un acertijo que el
héroe debía resolver. Nada. Nosotros nos enterábamos cuando alguna pobre señora
mayor nos daba el aviso, diciendo que de la puerta de tal vecino emanaba un
olor nauseabundo. El resto ya lo podéis imaginar: puerta abajo y ¡sorpresa! un
cuerpo seco como la mojama, con un último vestigio de sangre coagulada en un
pequeño punto del cuello y una enorme cuba de vino debajo, llena de algo que,
evidentemente, no era vino. Y estaban siempre llenas. Como decía, el tema de la
sangre es interesante. En nuestro cuerpo podemos albergar entre cuatro y cinco
litros de sangre. A veces pienso que no somos más que meros recipientes de ese
líquido tan especial.
Vampiros, dijeron algunos de mis compañeros, bromeando. Qué
falta de respeto. Hace falta más profesionalidad en el cuerpo de policía. Pero
ya estoy yo para aportarla.
Es curioso como, mientras estoy a punto de hacer justicia,
mi mente no deja de abandonar mi cuerpo y no deja de pensar en esas chorradas.
La sangre, la maldita sangre, bombeando mis sienes… yo mismo debo estar rojo en
estos momentos. Pero estoy a punto de conseguirlo, sé que detrás de esa puerta
hallaré las respuestas. Encontré un patrón en los asesinatos, pistas que nadie
más que yo, el patético detective, supo ver. Fuí egoísta y no quise
compartirlas. Pero aquí estoy, a punto de conocer al Drenador. No puedo mentir,
guardo cierto respeto a ese tipo. Hacer lo que él hace y que nadie lo valore…
Alargo mi brazo, giro el picaporte, y la puerta está
abierta. Debería sorprenderme, pero no lo hago. Solo quiero terminar con esto.
Estoy en una gran habitación vacía, a excepción de algunos elementos:
un gran espejo a mi izquierda, en el que me veo reflejado y a la derecha, al
fondo, un cuerpo colgando de una viga, con una cuba debajo. Puede que haya
llegado a tiempo y ese pobre desgraciado siga con vida. Cuando me aproximo, veo
que así es, ya que comienza a agitarse como un loco ante mi presencia.
Antes de hacer nada, vuelvo sobre mis pasos. Miro por el
pasillo. No se ve ni se escucha un alma. Cierro la puerta con renovada
tranquilidad y me miro al espejo, sintiéndome yo de nuevo. Mi mente ya no está
en otro lugar, está justo donde tiene que estar. Ya no soy un detective de
pacotilla: soy algo más. Me quito la chaqueta, me arremango la camisa, y
extraigo un pequeño pero afilado bisturí de una funda guardada en mi bolsillo.
Me pongo al lado del hombre colgado del techo, que vuelve a agitarse sin
remedio. Le agarro la cabeza con cariño y firmeza al mismo tiempo. Espero que
sepa valorar la profesionalidad de todo este proceso.
Como os decía, la sangre es algo fascinante.
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