miércoles, 26 de octubre de 2022

Paquete con sorpresa


Llevaba tiempo queriendo comprar unos guantes de boxeo nuevos. Los que compro en España siempre acaban hechos trizas en un par de meses. Así que pensé en darme un capricho, y comprar lo mejor de lo mejor; encargué unos guantes profesionales, hechos en México. Fueron baratos, teniendo en cuenta la calidad del producto.

Sin embargo, soy un poco ansioso, y no pude evitar estar constantemente revisando el estado del envio. Cosas del siglo XXI, poder saber en todo momento en qué parte del mundo se encuentra un pequeño paquete, en tiempo real.

Ocurrió algo extraño. El paquete desapareció del mapa durante varios días. Pasó de estar en Veracruz a estar ilocalizable. Pasados tres días, cuando estaba a punto de perder la paciencia, me llamó la empresa encargada del reparto, disculpándose por el error y la demora y ofreciéndose a pagar ellos el coste del envío. El pequeño enfado se me pasó enseguida y me mostré agradecido, pues no os podéis imaginar cuánto puede llegar a costar un envío intercontinental.

Una semana después, el paquete estaba en mi casa. Lo llevé a mi dormitorio y lo abrí, ansioso. La espera había valido la pena: eran unos preciosos guantes de catorce onzas, de cordón y con un estampado de camuflaje verde militar. Revisé el resto de la caja, en busca de algún albarán o factura, pero no había nada así. Lo que sí encontré fue, en una esquina, un pequeño tubo sin tapa, parecido a esos que utilizan para guardar muestras de sangre, pero algo más grande. Dentro encontré restos de… ¿Telarañas? No estaba muy seguro. No sabía a ciencia cierta lo que tenía en mi mano, así que lo tiré junto al resto de cartones y lo deseché de mi mente. Era hora de probarse los guantes.

Tal y como imaginé, me venían perfectos. El peso, la comodidad, lo bien que se ceñían a mi mano… eran perfectos. Una buena compra, sin duda.

La satisfacción del momento se vio dolorosamente frustrada cuando sentí un intensó dolor en una mano, como el de un pinchazo. Me quité los guantes tan rápido como pude y miré mi dolorida mano izquierda. Tenía la palma hinchada, con un pequeño y perfecto orificio en el centro. Entre el ardor y el dolor del momento, solo pude compararlo con el cráter de un volcán. Cuando toqué la herida, brotó un poco de sangre con un ligero tono verde.

Pero el asco que sentí al ver la herida no fue nada en comparación con el que sentí al ver lo que había en el guante izquierdo. Una especie de araña de cuatro patas, con un abultado abdomen y totalmente gris, del tamaño de una moneda de dos euros, salió tranquilamente de la abertura. Puede que fuera por la tensión del momento, pero juraría que se quedo ahí parada, mirándome. Evaluándome.

En cuestión de un segundo, pasó de la absoluta calma a salir disparada hacia la estantería, a una velocidad que a penas pude captar.

Estaba muy asustado y asqueado como para reaccionar. Los insectos en general me causan repulsión, pero las arañas me producen terror. Náuseas.

Y eso es justamente lo que empecé a sentir. Empecé a marearme y fui corriendo al lavabo, a vomitar. Cuando terminé era un manojo de nervios y estaba terriblemente cansado. Tanto, que sentí que el sueño iba a dominarme en cualquier momento.

Presa del pánico, intenté alejarme lo máximo posible de mi dormitorio y encerrarme en el salón. No quería estar a merced de la extraña araña de cuatro patas. Pero no lo conseguí. Me quedé tirado en el pasillo. Lo último que sentí fue el frío suelo contra mi mejilla.

***

Cuando desperté, era noche cerrada. Concretamente, las cuatro de la mañana, según mi reloj. La mano me dolía horrores y la cabeza estaba a punto de estallarme. Me levanté como pude, fui al lavabo y de nuevo, vomité. Al mirarme al espejo, mi horror no hizo más que aumentar: tenía una nueva picadura en la frente. Era asquerosa. De nuevo, manó la sangre con tonalidad verde, fluyendo hasta el mentón.

Sentía un inexplicable miedo. Estaba indefenso. Aterrado. Fui al salón y me encerré allí. Me quedé despierto hasta el amanecer, mirando cada esquina, intuyendo insectos en cada sombra, amenazas con formas extrañas en la oscuridad.

Llamé al trabajo para decir que no podía ir. Que tenía un virus estomacal. No pusieron pegas, pero aquello no me reconfortó. Había un intruso en mi casa. Un pequeño (y aterrador) inquilino indeseado. Me armé de valor y revisé la casa de arriba abajo, empezando por mi dormitorio, en busca de ese ser grisáceo. Pero no tuve éxito alguno. Desmonté cada balda, lancé al suelo cada libro, no dejé armario en pie. Todo fue en vano.

Sin embargo, sentía que eso seguía correteando por ahí. Vigilándome desde alguna recóndita esquina con sus muchos ojos, lista para seguir alimentándose de mí, ya que tuve claro que ese era su objetivo.

Rocié toda la casa de spray mata insectos, hasta el punto en el que ya no podía respirar. Finalmente, tras horas y horas de duro esfuerzo, sin ni siquiera atreverme a comer, cometí el error de dormirme en el sofá del salón. Unas horas después, desperté en peor estado que cuando me acosté, y con la terrible certeza de que una nueva picadura deformaba mi cuerpo. De hecho, fueron dos: una encima del ombligo y otra en el hombro derecho. El resto de picaduras seguían creciendo e infectándose. Pensé en ir a urgencias de inmediato, pero tomé una necesaria resolución, que pondría fin al asunto.

Llamé a una empresa especialista en control de plagas. Les conté mi problema por el teléfono. Me dio la sensación de que se reían de mí, pero me daba igual. Necesitaba acabar con aquello.

Cuando llegaron les di las llaves de casa y me marché, con la promesa de que al día siguiente podría volver.

Esa noche volví a dormir como un bebé, en un decente hotel cercano a casa. Sin embargo, el aspecto de las picaduras no dejaba de empeorar.

***

Cuando regresé a casa, el olor era nauseabundo, pero me aseguraron que ya podía entrar. Pagué en efectivo y aquellos tipos se marcharon, mirando mis heridas. Tenían peor aspecto que nunca. Me ardían y me picaban al mismo tiempo. Iría al médico, pero primero debía asegurarme de que eso estaba muerto.

Mis plegarias fueron escuchadas. Como si de un regalo se tratase, la araña de cuatro patas estaba boca arriba en la mesa de mi escritorio, en un rictus que claramente indicaba que estaba muerta y bien muerta. Era lo más asqueroso que había visto en mi vida. Ese color gris apagado, las cuatro largas patas en lugar de las ocho que las arañas suelen tener, el delgado abdomen…

En ese momento saltaron mis alarmas. Cuando vi la araña por primera vez, tenía el abdomen horriblemente hinchado. Ahora era delgado, como si estuviera vacío. En mi cabeza, ideas terribles comenzaron a formarse. Era el momento de ir a urgencias. Debí haber ido desde el principio.

Pero no tuve tiempo de llegar a la puerta. De las picaduras comenzó a manar el líquido verde, pero esta vez acompañado de pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas cuatro patas. El dolor era indescriptible, pero no tanto como la locura que brotó en mí. De mis pulmones surgió el grito más desgarrador que nunca nadie había escuchado, y acto seguido, me desmallé.

***

Desde aquel día, vivo relativamente tranquilo en una institución de salud mental. Me tratan muy bien, y las pastillas me relajan de una manera que no podría conseguir sin su consumo. Pero el picor sigue estando ahí. Recorriendo toda mi piel. Me hago heridas constantemente, rascándome, pensando que siguen dentro de mí. Los especialistas me dicen que no piense en ello. Pero no puedo evitarlo.

Cuando me llevaron al hospital, nadie encontró el rastro de las pequeñas arañitas grises, con sus pequeñas cuatro patas…

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